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Alrededor de 500 años antes de Jesucristo, Israel sería llevado cautivo por 70 años a Babilonia, a causa de su desobediencia. El pueblo estaba en gran sufrimiento, desolación y destrucción, porque la corrupción moral los había infestado por completo. Dios usó a Jeremías para profetizar lo terrible que sobrevendría, y esa profecía quedó plasmada en un libro. Sin embargo, en medio de ese libro, Dios inspira a Jeremías para que escriba una carta para infundir confianza a los exiliados y que renueven su fe. Esta carta está en Jeremías capítulo 31; y el versículo 3 de esa carta dice:
“Jehová se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia.”
Los estudiosos han llamado a este capítulo “la carta de la consolación”. Este es un oráculo que tienen que ver propiamente con el consuelo y con la esperanza del retorno de Israel a Jerusalén después de su cautiverio.
Pero ese amor eterno de Dios, poco tiene que ver con el amor humano, pues todo eso se acaba. Aunque, yo amo a mi esposo y a mis hijos con toda mi alma, ese amor no es eterno. Ni el amor de madre, ni el amor de un cónyuge, ni el amor de un hijo durará por la eternidad, si no se acaba antes, se acabará con la muerte.
Sin embargo, el amor de Dios perdura, se mantiene, es estable, es permanente, es duradero, no tiene principio ni fin, es desde la eternidad hasta la eternidad. Precisamente por eso dice el escritor, te he amado. No dice te amé, te amaré, te amo. Dios te amó desde antes que tú nacieras; te amó ayer, te ama hoy y te amará mañana. Ese amor no se puede comprar con dinero, ni medir con una regla; es un amor único y extravagante.
Debo confesar que este versículo de la Biblia ha sido como un abrazo para mí en momentos de necesidad. Me he dado cuenta de que no ha habido un tiempo, ni lo habrá, en toda la eternidad en el que Dios no ame a su creación ni a criaturas como yo. Nunca hemos dejados de ser amados por Dios. Y me he preguntado muchas veces, ¿qué vio Dios en mí para amarme como me ama? Y quizás nos identifiquemos al ver cómo Dios escogió a un pueblo insignificante como Israel. ¿Por qué Dios no escogió a Roma tan poderosa? ¿o a Grecia tan filosófica? ¿o a Babilonia tan elegante? Porque Él vio en Israel como nadie lo vio, así como te vio a ti como nadie más te ha visto:
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